Glosario de urbanidad

19.11.05

PATERNALISMO, REPRESENTACION, ABURRIMIENTO - Rafael Spregelburd

martes 22 de noviembre

Marina Zuccon: Yo tenía ganas de aclarar para la gente que viene por primera vez al glosario de urbanidad. Nosotros elegimos ese término porque agrupaba palabras en relación a un campo de interés. Ese campo de interés tiene que ver con discusiones que nosotros tenemos sobre la ciudad, y a su vez la palabra urbanidad la pensábamos en oposición a urbanismo, en cuanto a la sociabilidad y la convivencia. La mecánica de este glosario es un invitado que recibe tres palabras…

Rafael Spregelburd: …que no sabe nada del tema…

MZ: …que cree que no sabe nada del tema, que nos interesa lo que puede hablar sobre estas tres palabras que recibe, una como herencia del invitado anterior. (…) Rafael es el último invitado de este año. El año que viene continuamos. ¡Bienvenido Rafael!

RS: Bueno, muchas gracias. ¡Vamos a ser esclarecedores! Tenemos que empezar con la palabra paternalismo. Yo no llegué a leer toda la desgrabación que hicieron de Judith, estaba incompleta, no sé qué dijo de paternalismo. Un poco bromeábamos cuando nos reunimos: yo tenía la sensación -por como se llevaba ese encuentro, el anterior- me parecía que si las palabras no generaban cierta polémica eran difíciles de definir. Y ésta es la primera de las sensaciones en relación a las palabras propuestas. Sobre todo paternalismo, inmediatamente pensé: yo no tengo absolutamente nada para decir sobre el tema, y me hubiera gustado un poco ver en qué había quedado la discusión anterior, para ver si podía aportar algo sobre esa discusión pasada. Pero en principio a mí me parecía muy evidente que paternalismo es una palabra que tiene connotaciones básicamente negativas, que hay que estar en contra de la palabra. Además, dicho en este país, paternalismo suena a peronismo, las palabras tienen connotaciones que se asocian inmediatamente de acuerdo a una comunidad de sentido determinada que las produce y las decodifica. No creo que haya sido casual la elección de esa palabra. Y por otro lado, pensaba si existirá en este glosario una palabra que signifique lo mismo que paternalismo y no tenga connotaciones negativas, y ésta era la primera de mis inquietudes: ¿es lo mismo que paternidad? Me parece que no, que no hay, que la terminación en -ismo ya implica una desviación de alguna cosa, y que por lo tanto es una palabra axiológicamente negativa, y no sé muy bien por qué… en realidad, si debo hablar desde un lugar autobiográfico, yo no he reproducid prácticamente ninguna situación de paternalismo con mis padres, sino más bien con algunos maestros, es decir, aquellas personas con las cuales uno está aprendiendo un quehacer, una actividad. Y en todo caso me parece que sí: las relaciones del pasaje de los conocimientos en distintas áreas en este país suelen ser muy paternalistas. A lo mejor no es un rasgo de nuestra generación, y podemos tranquilamente echarle la culpa a otra generación, que se ha ocupado de transmitir cierto bagaje de conocimientos de una manera paternalista. En el caso del teatro es muy evidente, muy muy muy evidente; parece que ciertas generaciones -para poder soportar la existencia de alumnos o discípulos- primero tienen que reafirmarse a sí mismas como las dueñas de un conocimiento, y esto en el campo del teatro es tan divagante… es una lotería… porque los públicos cambian mucho, y porque los conocimientos, los presuntos conocimientos le pertenecen generacionalmente a creadores y público en su conjunto. Pero no hay mucha comunicación entre generaciones, ¿se entiende lo que digo? Voy a dar un ejemplo muy claramente paternalista, una anécdota que me tocó vivir, a riesgo de repetir eternamente la misma cantinela ofendida. El teatro San Martín una vez convocó a un grupo de autores, ni siquiera era un grupo, llamó a ocho autores que ellos decidieron por distintos motivos, para formar un grupo de obras para lo que se llamaba en ese momento la Comedia Juvenil del teatro San Martín. Era todo un error. Por empezar, la suposición de que hay una forma juvenil de actuar determinados textos. O que los actores jóvenes no sirven para un supuesto gran teatro, y que por lo tanto esos actores jóvenes, que eran los mejores promedios egresados de las mejores escuelas de actuación municipales y nacionales, requerían de unos textos escritos por jóvenes, porque no estaban a la altura de los grandes clásicos. O algo así. Esto era lo que se escondía bobamente, sin aparecer con claridad, debajo del proyecto. Tenían un grupo de actores jóvenes, supuestamente muy buenos, o por lo pronto ellos y sus maestros los habían calificado como muy buenos, que no les servían para hacer las obras que se supone que el San Martín tiene que hacer. Claro, habían armado un grupo de actores muy jóvenes… ¡para recitar a Tirso de Molina! Cuando para eso ya había camadas enormes de actores mucho mayores, que a lo mejor incluso se habían entrenado en ese conocimiento, en esas habilidades declamativas, sin desmerecer a Tirso, que de todos modos no necesita de nosotros ni de nuestra defensa. Pero el paternalismo suponía que ese lugar, el lugar de los jóvenes, es patrimonio de los padres, que son quienes lo deben adjudicar y quienes lo deben construir. Claro, los jóvenes no se reúnen en torno a la idea de ser jóvenes: -“¿Vamos a hacer una obra joven?” –“¡Vamos!” (risas). Creo que en todas las áreas es un poco así, pero son los viejos los que dicen “debemos hacer algo por los jóvenes, habilitemos aquí un espacio, armemos una comedia juvenil”. Pero la tal Comedia Juvenil parecía fracasar sistemáticamente, obra tras obra, porque les daban a esos actores jóvenes, en principio, directores viejos, y luego, obras que a esa gente a lo mejor tampoco les interesaba. Entonces llegamos nosotros ocho, y fue mucho peor. Éramos Javier Daulte, Alejandro Tantanian, Jorge Leyes, Carmen Arrieta, Alejandro Rovino, Alejandro Zingman, Ignacio Apolo y yo. El encargo era que teníamos que escribir obras para entre 6 y 12 actores “jóvenes”. Y entonces nosotros nos preguntábamos: ¿Qué quiere decir eso, que actúan mal? (risas) ¿O que los personajes tienen que tener entre 20 y 30 años? Digo, porque nuestro teatro, el teatro de nuestra generación, que no responde necesariamente a un sistema realista, la edad de los personajes es un problema aparente... No importa mucho, a veces, qué edades tengan los actores que hacen nuestros textos. Así es que no entendíamos muy bien el encargo de los padres. No entendíamos cómo debíamos someternos a esa relación, y en el mejor de los casos, y si teníamos suerte: ¿Qué nos podía pasar? Que la obra que surgiera de ese taller se estrenara, que la dirigiera un director…. por supuesto de otra generación, no le iban a dar el taller, o esas obras, a directores jóvenes, ¡si los directores jóvenes no saben hacer nada! Entonces era una muy clara relación paternalista. El otro día, cuando nos vimos para perpetrar este encuentro, no la mencioné, y creo que sólo me dediqué a hablar de mis problemas personales con uno de mis maestros, a ver si eso echaba luz sobre la palabra que me dieron, pero me parece que éste era un ejemplo mucho más claro. Un ejemplo que terminó muy mal: a los dos meses de estar en el taller, empezó a pasar que nosotros ocho -no nos conocíamos previamente- empezamos a funcionar muy bien como grupo, es decir, uno podía hacer devoluciones del trabajo del otro sin el fantasma de crear una relación paternalista con el otro Éramos pares. Entonces yo le podía hablar de igual a igual a otros autores, y también podía escuchar de igual a igual, y a su vez, entender que a lo mejor me estaban diciendo algo con la mejor buena voluntad que a mí no me servía para nada, y el decirle “no me sirve para nada lo que me estás diciendo sobre mi obra” no implicaba una ruptura de ningún verticalismo, por lo tanto se podía decir y no producía ningún problema severo. Ahora, los coordinadores del taller juvenil, que eran Roberto Cossa y Bernardo Carey, con todo el respero que a todos nos merecieron siempre estos autores, no entendían media palabra de las obras que estábamos escribiendo (y no tenían por qué, imagino). Claro, vienen de una experiencia teatral completamente distinta, simbólica, metafórica, que no tiene mucho que ver con lo que ocurre en mi generación. No entendían no sólo las obras, sino que tampoco entendían lo que a nosotros se nos ocurría discutir sobre las obras, y se desesperaban porque pasaba el tiempo, y los textos para éstos ávidos actores jóvenes que no podían actuar a Tirso de Molina no aparecían. Entonces a los dos meses nos pidieron un borrador de las obras para elevarlas a la Dirección del Teatro San Martín, que en ese momento era Juan Carlos Gené. La idea de elevarlo era una idea muy clara en este sistema de relaciones. Ellos no podían decir nada porque no las entendían, ni les gustaban, es lógico. Quien los había contratado, bueno, que decidiera él. Me parece que era una generación que además -supuestamente muy comprometida con la izquierda, la militancia y demás- reprodujo muy claramente un sistema paternalista en el tratamiento de su doctrina, y también en el tratamiento de lo nuevo, y la idea de la aparición y asimilación de lo nuevo. Juan Carlos Gené leyó las obras, le parecieron todas una porquería, y nos dijeron que ninguna valía la pena salvo una, si le cambiaban alguna cosa…, era una obra de Javier Daulte. A lo cual, los coordinadores se sintieron muy mal, sintieron que su proyecto bien intencionado había fracasado, que como docentes habían fracasado. A lo cual nosotros –que estábamos un poco rabiosos- estallamos diciendo más o menos que ellos no eran nuestros docentes, que ninguno de nosotros hubiera elegido estudiar con ellos, con todo el respeto que se le tiene a la dramaturgia de estos autores. Exigíamos que no se pusieran en esa situación y no sintieran que éramos los hijos díscolos. “No somos hijos, y ustedes no son padres.” A lo sumo, y es lo que ellos pensaban, era una relación de abuelo-nieto, que es mucho peor que paternalista, porque uno con los abuelos ni siquiera se pelea, ¿no? Los abuelos son así, uno dice –bueno, los tolero, los quiero- pero no hay verdadera pelea A los padres uno a veces trata de cambiarlos, o los padres tratan de influir sobre sus hijos, pero los abuelos, ¿que hacen con los hijos de los hijos? Pasean, los malcrían, hacen otras cosas, no es una relación directamente paternalista, no hay necesidad de discutir… El grupo fue disuelto porque los coordinadores del taller renunciaron. Ahí cuando renunciaron nosotros empezamos a darnos cuenta de varias cosas, por ejemplo: ¿a que están renunciando? Ahá. Tenían un sueldo. Es decir, que el sistema había previsto que los coordinadores cobraban por realizar esta actividad, pero los autores no. Llámenlo paternalismo o como quieran, pero ya desde el vamos había una situación muy compleja. Había una idea didáctica en la convocatoria. Y a mí me gusta aprender, a todos nos gusta aprender, pero también uno elige de quién aprende, y de qué situaciones, que a veces pueden ser más horizontales, menos verticales. Y creo que mi generación ha tenido que inventarse sus modelos en el horizonte, es decir que ha aprendido de modelos horizontales. Cuando me preguntan por mis referentes, siempre se trata de gente de mi edad que vive en esta ciudad, que me gusta lo que escribe, que me gusta lo que dirige, que lo voy a ver, y con los que mantengo una relación más bien en paralelo. Y con los maestros, o con esa generación tan complicada… bueno, por otro lado, digo, es muy fácil hablar de los problemas de esa generación. ¡Vamos, es una generación que ha pasado por lo peor de este país! La dictadura. Naturalmente, creo que si tuviera la edad de ellos hubiera hecho bastante exactamente lo mismo que han hecho. Me parece que cada época generó distintas formas de entenderse con el problema del paternalismo.
Por eso mi primera pregunta era por qué teníamos que tomar la palabra siempre en su connotación negativa, por qué no hay una palabra que designe todo lo positivo que lo paterno puede tener, y no sé muy bien de qué han hablado la vez pasada, o si esto quedó más o menos zanjado.

MZ: En realidad, la vez pasada la discusión sobre paternalismo terminó en la palabra justicia…

RS: Yo trataría de no derivarme. Luego: otra cosa que a mí me preocupó cuando me dieron esta palabra fue tratar de pensar qué es lo que hace uno (teniendo conciencia de esta experiencia negativa) con sus propios discípulos. Cómo hacer para no repetir esta relación paternalista de la cual uno, a los ponchazos o a los tumbos, como sea, ha aprendido lo que hace, cómo se hace para generar una relación horizontal con los discípulos, ¡cuando a veces los discípulos no saben nada! Y uno se da cuenta que no saben nada. Que es lo que les debía pasar a ellos, a los coordinadores del taller. Si hay alguna otra posibilidad de la transmisión del conocimiento que no sea el enfrentamiento. Y a lo mejor los maestros asumen esa actitud porque en realidad lo que están tratando de impulsar es que uno reconozca por fuerza la relación paternalista, para que uno pueda cortar con ella. Y es ése el momento en el que uno está preparado para asumir lo que aprende, o para enseñar lo que aprendió. Yo no lo sé, yo tengo la sensación… yo soy muy errático dando clases, en general, en parte por mi propia historia biográfica. Yo tuve –creo que como muchos- una relación bastante tormentosa con uno de mis maestros, con Ricardo Bartís, justamente porque el estudio, el Sportivo Teatral, en el momento en que yo me formaba allí, era realmente un lugar de muchísima discusión de lenguajes sobre teatro, un teatro que debía cambiar a la ciudad, que debía modificar la forma en que la ciudad se pensaba a sí misma y pensaba sus formas de representación. Era realmente el lugar para estar. Pero claro, esto además generaba enormes tensiones y enormes polémicas, porque no todo el mundo estaba habilitado para ingresar a esta suerte de secta salvadora, de la que todos queríamos formar parte, a esta suerte de club, y se veía muy claramente. Era un lugar donde -a mí no me ha pasado en ningún otro estudio- donde uno hacía sus trabajos, mostrabas lo que estabas haciendo, y los espectadores, el público, que éramos nosotros mismos, si no te gustaba lo que tus compañeros mostraban te podías levantar e irte, y no les debías ningún tipo de comentario, ni siquiera grosero. Esta suerte de violencia en relación a la materia que se estaba trabajando generaba naturalmente muchísimas confusiones, muchísimas sensaciones de que uno era valorado o no como persona, y no como artista. Y yo siempre he pensado en mi relación con mis alumnos, con mis discípulos, que yo no quería reproducir nada, absolutamente nada de todo lo que era malo y que a mí me había pasado en ese estudio.

Lara Correa?: Acá tenés el micrófono.

RS: ¿Lo necesito?

RS: Yo creo que la relación de uno con sus discípulos siempre está teñida por la relación de uno con sus maestros anteriores, y no importa mucho qué es lo que los discípulos necesiten de uno, o le pidan a uno. Es más bien que el fantasma del aprendizaje de lo que uno intenta transmitir es mucho más fuerte, más pesado que el intento de establecer una relación horizontal con el alumno. Digo también para tratar de entender por qué es tan fuerte este modelo de conservación de una tradición o de un conocimiento –modelo que parecía tan valorado para los griegos, si uno cree en el mito del pasaje de la información, y en la seguidilla Sócrates, Platón y Aristóteles-. ¿Por qué para nosotros ese modelo, esa palabra, tiene solamente connotaciones negativas? Es decir, uno piensa en paternalismo, piensa en peronismo, piensa en Duhalde, y naturalmente está llena de connotaciones negativas y mafiosas, ¿pero hay alguna estructura horizontal que produzca una iconología capaz de que todos la asumamos como un modelo más nuevo, más asequible, más justo, más verdadero? A lo mejor, ciertas relaciones paternalistas son necesarias porque son las relaciones con las que uno debe producir un corte determinado en algún momento. A mí, volviendo a lo estúpidamente autobiográfico, me hizo mucho bien como artista cortar con mi relación con el Sportivo, de manera más o menos drástica, y a partir de un quiebre que no fue muy razonado, es decir, no hubo ningún “bueno, ahora empecemos a hablar de cómo nos estamos llevando”. Me parece que casi siempre esas relaciones estallan de manera violenta, es la misma relación que uno tiene con los padres, las peleas que se tienen con los padres.
En realidad vos habías pensado en formularme la pregunta por otro tema, cuando hablábamos de esto.

Martín Di Peco: Lo que me interesaba, relacionándolo con otro tipo de instituciones, bueno, quizás sea un tema un poco pesado pero, por ejemplo: la institución policía, institución justicia, me interesa como aparecen representadas en varias de tus obras. Yo lo que me preguntaba era qué forma le daba eso a la ciudad, qué consecuencias llevan ese tipo de relaciones, qué implicancias tienen y sobre qué planos operan…

RF: Sí, ojalá existieran solamente en este plano sobre el cual yo he estado hablando que es un plano positivo, el plano de la transmisión del conocimiento… Cuando en realidad vos mencionás policía o justicia, se trata más bien del velamiento; del mantenimiento en secreto de lo verdadero, para que el sistema siga funcionando como es. Pero me parece que esa cuestión no tiene tanto que ver con el paternalismo, sino con lo dogmático. Hay determinados sistemas que funcionan a partir de la negación de las preguntas fundamentales, que tienen que ver con el establecimiento del poder. Y la policía, naturalmente, es una de ellas, y la relación que existe: cómo se conserva el poder a sí mismo y qué instituciones genera el poder para conservarse a sí mismo. Mi preocupación, particularmente, por lo que hago, por el oficio al que me dedico, es más boba: es qué ocurre cuando esa relación aparece en las escuelas de arte, en los conservatorios, en el teatro. Bueno, el teatro siempre tiene una relación muy especial con el poder, porque en el teatro el poder siempre es su tema. El teatro demuestra que la realidad es una construcción ficticia, como cualquier otra construcción, pero que por determinada situación, por determinado pacto comunitario, o pacto societario, se decide que eso es más realista que otras construcciones posibles, y se asume como la única o la verdadera versión de la realidad. Es decir: el teatro siempre tiene un diálogo con el realismo, que es a su vez el modelo que el teatro siempre trata de destruir. Porque, en realidad, el problema del realismo es su parecido icónico con lo que existe. Y hay dos teatros: el teatro que pretende representar lo que existe, o el que busca delatar que lo que existe está manipulado por estructuras de poder. No es nada casual que hasta más o menos el año 1850 los actores en este país no pudieran ser enterrados en campo santo. Acá fue José de San Martín el que propició la ley que permitía enterrar a los actores en los cementerios. ¡Un disparate, 1850! Seguramente se veía que el actor tenía una vinculación ilícita con alguna cosa que no se sabe muy bien qué es. Pero es casi un crimen, sin serlo. Siempre fue una profesión marginal. Ahora no lo es, ojo, hace mucho tiempo que ha dejado de serla, es más, los actores son opinadores del mundo, son parte de ese mismo sistema que en algún momento se supone que la representación artística tiende a demoler, y esto es lo que también confunde mucho las cosas, ¿no? Pero no seamos ingenuos, evidentemente el ejército, la policía, ciertos sistemas funcionan pura y exclusivamente porque reproducen un sistema autoritario en el cual las cosas tienen sentido si no se cuestiona el dogma. Pero en el campo de lo artístico no tendría por qué ser necesariamente así…
Estoy teniendo problemas de todo tipo… (Refiriéndose al inestable micrófono.)

MZ: ¡Pero dejálo así!

RS: Es que me obliga a bajar la cabeza, cada vez que digo algo, como si me diera vergüenza, ¡y no tengo ninguna vergüenza de lo que estoy diciendo!

MZ: ¿Por qué no lo ponemos así?

RS: Si ahí toma, sigo así.

MZ: Pero pareciera que te falta la guitarra.

MdP: Es medio Elvis, te diré.

MZ: Yo creo que hay que alejarlo.

MdP: Ahí, ¿no?

RS: (Volviendo al tema) Vos, además, me habías hecho una pregunta en relación a Finnegan con su hijo, en la obra “La estupidez”.

MZ: Que había momentos muy icónicos, por ejemplo en “El Pánico” hay un momento que se llama “el momento del padre”, y después estaba la relación de Finnegan con su discípulo…

MdP: …Y Finnegan con la Humanidad también.

RS: Sí, la pregunta es si Finnegan –una cosa que no existe, vamos- tiene una actitud paternalista…, digo, vamos a cometer la descortesía de hacer comentarios sobre una obra que seguramente nadie de acá habrá visto, pero sí quiero contar una única anécdota sobre esto, y es en qué pensaba yo cuando traté de diseñar ese personaje, o de imaginar qué le podía pasar a ese personaje. Y es una anécdota que he comentado en varias ocasiones sobre esta obra, La Estupidez. Que no es para mí una obra sobre la estupidez, sino una obra sobre la inteligencia Sobre la conservación de la inteligencia. Resulta que en esa época yo entré en contacto con unos grupos de estudios trotskistas que estaban… (el micrófono chirría) Uy, no gustó nada la palabra (risas). A mí me interesó una publicación que ellos estaban sacando en ese momento que se llamaba “Piedra”, y entonces les pregunté si me la podían pasar, si me la podían dar, y me preguntaron: “¿Para qué?” (risas). Yo dije: “¿Cómo, para qué?, se supone que ustedes son de izquierda y lo que quieren es que todo el mundo leamos lo que están escribiendo, lo que están pensando”. Pues eso ya no es más así. (risas). Claro, yo recordaba la primera elección de la que yo tengo memoria, después la dictadura, cuando el MAS hacía su periódico, y te pedían que se lo vendieras hasta a tus compañeros de la escuela del secundario. A cuanta más gente llegara esa verdad, que estaba en poder de la izquierda nacional, mejor. Pero ha habido un giro que a mí me resultó por lo menos conmovedor -y muy inteligente, muy interesante- que es la idea de pensar que a lo mejor no es que la verdad sea falsa, sino que a nadie le interesa. Es decir: la gente no está preparada para escuchar esa verdad, la verdad trotskista, o la que quieran, la opuesta, la católica, si vamos a tomar el caso de los radicales religiosos. Entonces: ¿qué se hace con la verdad, si uno se cree en posesión de la verdad, cuando está en una época estúpida, cuando está en una época en que la verdad no se puede comunicar? Se guarda, se conserva. Entonces, esta gente de “Piedra” se reunía, (mira al auditorio) así, un poco como ustedes (risas) a hablar, a atesorar algo, si aparecía. Pero no para sacarlo para afuera; para encriptarlo, para enquistarlo, y para que estuviera disponible en otro momento mejor. Entonces esta apuesta tan desesperada hacia el futuro a mí me llenaba de ternura. Me parecía, y me sigue pareciendo, sensata y conmovedora. La idea de que lo que hay que hacer es pensar, y no convencer al otro de lo que uno piensa. Hay que pensar, hay que pensar uno, dos o cuatro, una suerte de elite… Yo no sé si los obreros están esperando que esa elite vaya a decirles “ahora ya entendimos porque fracasó la revolución rusa, y cómo deberíamos hacerla aquí para que tuviera lugar”. Me parece que los obreros quieren otra cosa, muy claramente otra cosa, y esto no quiere decir que estos pensadores no tengan razón, o que Marx no la tuviera. La idea de conservar eso para otra época y ponerlo en una especie de arca es el primer motor que me llevó a escribir La Estupidez. Finnegan es un matemático que -en la tontería del argumento de la obra- ha descubierto una fórmula que permite predecir el futuro. Es una fórmula matemática basada en el estudio de 3 ó 4 sistemas azarosos en relación, y que en realidad permite predecir el futuro. Es un número. Que se alimentará en el futuro a una computadora cuántica que por ahora no existe. Las computadoras cuánticas son unas computadoras que tienen tanta velocidad que pueden resolver determinado tipo de cálculos, y entonces en milésimas de segundos podrían pasar por la pantalla todas las variables posibles de un cálculo determinado. Es casi la idea Borgiana de El Aleph, y parece que ya las están construyendo, así que… esto ya no es tanto del orden de la ciencia ficción. Pues Finnegan lo que dice es: “Bueno, suponiendo que nosotros pudiéramos alimentar este cálculo infinito de posibilidades a una pantalla de píxeles que titilan a velocidad azarosa y caótica, en algún momento -tarde o temprano- pasará por allí la Gioconda, porque esa pantalla contiene toda la gama de posibilidades de esos píxeles”. Pero además dice algo mucho peor: “También contiene todas las imágenes que aún no han sido pintadas.” La pregunta luego es: ¿qué importa que estén contenidas, si el razonamiento -o el ojo humano- es infinitamente más lento que la computadora cuántica? Pero en esta sencilla ficción él está en posesión de esta fórmula que alimentará esa computadora que todavía no existe, y lo que debe hacer, porque él está enfermo, es conseguir un discípulo que pueda guardar esos números. Ése es el argumento de la obra, bah, entre otras cosas, porque dura como tres horas y veinte y además pasan otras cosas. Él, naturalmente, quiere salvar al mundo, y le parece que la forma es no comunicar esta verdad, estos números. Finnegan está muy peleado con el mundo, no sé si tiene una actitud paternalista para con el mundo, tiene una actitud más bien interrumpida. El mundo le importa un bledo, de hecho su propio hijo, al que quiere matar la mafia siciliana porque es productor de una cantante pop, le importa aparentemente poco. Porque además Finnegan sabe que el mundo se desbarranca hacia un Apocalipsis, un efecto dominó muy gracioso. Y revelar estos acontecimientos –dada la estupidez de la época- sólo aceleraría el final. Lo que a él le interesa es conseguir un discípulo que sea capaz de guardar esta verdad y no venderla, no convertirla en dinero. No lo encuentra. O sí: lo encuentra finalmente en la persona menos pensada. Igual no vayan a pensar que yo tengo resuelto el problema y por eso escribo una obra. Naturalmente la obra es trabajar con los temores que uno tiene y las preguntas que uno tiene en relación a su percepción del mundo pero… es definitivamente una obra sobre el trotskismo moderno (risas) y -estoy convencido de eso-, es una obra sobre qué carajo hacer con las grandes verdades cuando es una época para pequeñeces, ¿no?

MdP: Vos antes hablabas del representador como ilícito, una idea muy presente en La Estupidez, y vos también lo relacionabas con una condición muy particular del cómo se hace teatro acá, imposible de pensar en otro lugar.

RS: Sí, entonces, si les parece, es momento de adentrarse en la segunda de las palabras, en el problema de la representación. Yo comentaba cuando nos reunimos que uno de los ejes que a mí más me atormentan en relación a esta palabra es… ¡vamos!, se supone que el teatro es representación. Muchas artes lo son, pero el teatro es un arte básicamente representativo. Lo que hace es poner en escena lo más parecido posible a las reglas de lo vivo. De hecho, en el teatro sólo hay representación de personas, sólo se trabaja con las personas, incluso cuando son abstracciones, es su parecido con las personas lo que importa. Y lo que hace que esta ciudad tenga un teatro muy rico es cuán conflictiva se ha vuelto nuestra relación con las actitudes representativas, es decir, con la democracia, con las formas de representación en lo macro. Nosotros no creemos en ningún sistema que se diga representativo. Digo, nuestros años de dictadura y de posterior democracia sólo nos han mostrado las desventajas de la democracia y nunca ninguna de sus verdaderas ventajas, a diferencia de lo que pasa en Europa, si se quiere… Y por qué Europa puede tener en este momento un teatro un poco diferente del que tenemos nosotros. Nosotros tendemos a creer que toda actitud que diga “yo represento a los intereses de un montón que vienen atrás mío y que me han validado mediante el voto, o mediante lo que quieran, yo represento esos intereses”, nosotros creemos que en esa actitud hay una vinculación tácita con el mal. Que toda actitud representativa está ligada a una idea del mal. Que incluso el que dice representar, es El Mal. Es decir: sabemos que tarde o temprano los va a cagar. Y también por otro lado cuál es el grado de licitud, si es que existe la palabra, de ese sistema de representación. En determinadas tiranías, donde uno sabe que los gobernantes no están representando a nadie, esta confusión no existe, y no existía aquí durante la dictadura, y por eso durante la dictadura se generó otro tipo de teatro, muy distinto del que se genera ahora. El sistema representativo no era bien visto, porque estaba usurpado, pero qué pasa cuando Menem gana, y gana las re-elecciones, y uno empieza a pensar que el vecino es el enemigo, porque nadie lo votó o nadie dice haberlo votado públicamente. La forma de representación aquí es…, o por qué los gobernantes siempre aquí tienen que dar explicaciones de por qué nunca cumplen lo que prometieron cuando eran votados. ¡Y algunos ni siquiera fueron votados y nos dio exactamente lo mismo: Duhalde! ¿Cuánto tiempo estuvo después de que se fue el otro? Las preguntas no pasaban por ahí, ¿es lícito que el presidente del Senado ejerza el rol del presidente cuando al presidente le pasó lo que le pasó? Y me parece que esta pregunta por la raíz de lo representativo, lo que dice estar en lugar de otra cosa es lo que ha generado aquí un teatro muy especial. Igual no creo que el teatro sea importante, el teatro es –mal que me pese- poca cosa en la vida de una ciudad, así que yo preferiría hablar de otro problema, de la representación en términos generales, y luego -si quieren- comentar más particularmente cuál creo yo que es la actitud de nuestra generación frente al teatro o frente al problema de la representación. Para eso yo había pensado leerles apenas un fragmento de una ponencia que se me pidió hacer hace unos años en Viena, en un festival de teatro. Muy curioso, a mí me llamaron a este festival en plena crisis de diciembre de 2001, esto fue sólo 4 ó 5 meses después. El festival tenía un foro con artistas de países en crisis terminales. Así que había un palestino, un israelí, y yo. (Risas). El palestino se disculpó, dijo: “no puedo ir, mi país está en guerra, denle mi lugar a otro”, entonces pusieron a un ruso. El israelí no sé de qué habló –no estuve ese día- y yo tampoco tenía muy en claro de qué hablar. El foro era bastante fuerte. Se nos hacía una única pregunta. Y teníamos sólo 15 minutos para contestar esta pregunta: “¿Qué es la realidad?”, o mejor traducido: “¿Qué es real?”. Y a mi me parece interesante la pregunta porque creo que para poder hablar de representación, la única forma que encuentro es hablar de lo contrario de la representación. ¿Qué no es representación? La realidad, lo real. Es una definición muy tosca, pero creo que si la clave está en tratar de entender provisoriamente que lo real es aquello que no está voluntariamente representando nada, que es aquello que escapa de todo orden simbólico. La realidad sería –hoy, acá, por un rato- lo contrario de la representación. Y para tratar de explicar esto, yo trataba de darles ejemplos concretos de nuestro país, a los vieneses. Yo esperaba que la pregunta no presupusiera además que uno está fuera de lo real, y por lo tanto puede hablar sobre ello con objetividad. Yo formo parte de la realidad y me equivoco si creo que puedo ser objetivo. Sólo puedo agregar en mi defensa que por eso me dedico al teatro, que es un sitio donde las definiciones categóricas son despreciadas sin que nadie te condene por ello. En Viena además tuve que agregar en mi defensa que lamentablemente yo no venía a representar legítimamente a los argentinos cuando me sentaba allí a hablar: ninguno me había votado para que yo oficiara de representante. Pero esto ocurre todo el tiempo, y yo naturalmente si iba a escuchar al israelí suponiendo que hablaba por los israelíes… Es muy difícil sustraerse de las situaciones de representación. Vamos a ver, el Club de Arquitectura, ¿a quiénes representa? ¿A los arquitectos? ¿A algunos arquitectos? ¿A nadie? Porque para el afuera no va a pasar mucho tiempo hasta que los medios empiecen a venir a decirle al Club de Arquitectura: “¿Qué piensan ustedes sobre la re-re-elección de Menem, con la Bolocco como primera dama?” Y ustedes van a decir “No, bueno, nosotros no estamos representando la voluntad de los arquitectos…” “¿Entonces, para qué se juntan?” Lo digo porque cuando pasó aquello que conté al principio del grupo Carajají, el grupo de ocho autores que luego nos fuimos del San Martín -nos echaron, bah- inmediatamente los medios se hicieron eco de esto y supusieron que nosotros representábamos a los nuevos autores, y que entonces la situación era por lo menos más sencilla. ¿Qué piensan los nuevos autores? No tengo ni idea, andá y preguntale a esa abstracción que es ese grupo de ocho pobres giles. ¿Qué piensa el pueblo de…? No tengo ni idea, pero todos los políticos creen decirlo o creen afirmarlo en nombre de una mayoría que está detrás y que les da cierto valor. Y yo creo que la actitud del intelectual es derrumbar esa asociación ilícita. Entonces yo primero les aclaré “nadie me votó, yo voy a hablar en mi propio nombre y lamento ser yo quien viene a llenar ese vacío de representación que tienen. Cualquier argentino era un representante de la crisis argentina, para ellos. Por supuesto que ni intenté explicarles las características de la crisis argentina. Pero empecé contando un ejemplo, que en realidad es una imagen, nada más y nada menos que una imagen, una de tantas de los años recientes.
Es la anécdota del camión de vacas, ¿se acuerdan? Parece que un camión que transportaba vacas chocó en algún lugar de la ruta en la provincia de Santa Fe, muy cerca de un poblado. Y parece que un grupo de hombres y mujeres de este poblado aprovechándose de la avería del camión lo tomaron por asalto. Con cuchillos y distintas herramientas carnearon vivas a las vacas y huyeron a sus casas con los pedazos de carne sanguinolenta. El camión chocado, las vacas vivas, los pedazos de carne aún caliente en las manos de las familias hambrientas. La imagen es dantesca, y tuvo lugar acá mismo, en la Argentina, una vez el mayor proveedor de alimentos del mundo. Habría más ejemplos que todos ya conocemos, como el del jubilado que fue al banco con una granada de mano para poder cobrar sus propios ahorros, o esa familia que acampó en el banco, etcétera, etcétera. Imágenes, representaciones que luego comienzan a generar iconología social. Pero a mí el episodio de las vacas me interesaba en particular, después voy a volver a él y explicaré por qué.
Toda pregunta acerca de la realidad en un país que atraviesa una crisis es no ya una pregunta meramente filosófica, sino una pregunta seria, una pregunta que nadie se atreve a contestar en broma. Salvo en las ficciones teatrales, claro. Y si esa pregunta, además, se formula en la Argentina, se torna forzosamente una pregunta acerca de la vida política de nuestro país. Si uno le preguntaba a un físico… belga… “¿qué es la realidad?”, seguramente te va a hablar de átomos y demás. Si le preguntan a cualquier argentino “¿qué es la realidad?” será inevitable que trate de responder acerca de lo que él cree que está pasando en realidad, es decir, por debajo de la apariencia. Y por supuesto, en el ámbito de la política. Y no en ningún otro. Ya que la política es -justamente- la modificación de lo real. Pero lo hemos olvidado. Porque quienes la ejercen como profesión, los políticos, ya se han adaptado a un trabajo que ya no es la modificación de lo real, sino simplemente la administración de lo que hay, de lo posible. Diríamos entonces, con dolor, que hoy la política quedó reducida básicamente a la administración pública de las imágenes. Aquí está la primera clave: tendemos a pensar que la realidad es algo que ocurre, pero que ha quedado oculto bajo una apariencia. Una simulación. La idea de la simulación es inherente al ser argentino (si es que el “ser argentino” existe). Y quienes construyen esa simulación son los poderosos. Luego de que los medios cubrieran la noticia del camión de vacas en Santa Fe (noticia que rápidamente tuvo que ir dando lugar a otras, y a otras, y a otras), los rumores empezaron a correr. Al parecer, todo esto habría sido una puesta en escena. Se dice que tanto el camión como los carneadores profesionales los envió Duhalde, un presidente que, dicho sea de paso, luego de aquel diciembre, ocupó el cargo sin haber sido votado por nadie y sin que a nadie pareciera importarle mucho. Es decir, ejerce esa suerte de “representación” tan dudosa a la que estamos tan entumecidamente acostumbrados. Acá la representación lícita y la no tan lícita se parecen mucho. Pues bien, Duhalde habría montado esta escena vacuna para desprestigiar al gobernador de la provincia de Santa Fe, Carlos Reutemann, el as del volante y aparentemente un posible contrincante fuerte en las elecciones presidenciales que vendrían. Los rumores agregan que otro camión similar habría sido enviado a Córdoba para hacer lo propio con De La Sota. Se supone que De La Sota, alertado por el incidente en Santa Fe, fue capaz de interceptar el camión antes de que la farsa matarife tuviera lugar.
Nosotros nunca sabremos si esto pasó en serio o no. Y si su repetición hubiera surtido efecto, en todo caso. Quiero llamar la atención sobre la condición permanente de la incertidumbre, en nuestro país. La duda nos lleva a preguntar cuál es la conveniencia política de una u otra cosa. Si ocurrió en serio, quizás al gobierno le convenía hacer creer que no, porque la imagen es escandalosa y resume, convoca, corporiza (con el poder mágico e inexorable de las imágenes) el estado lamentable de nuestro pobre país. En primer lugar, la escena no es elegida al azar: si Duhalde, o cualquier político, inventó este guión, es muy lícito pensar que lo han hecho porque detrás de éste hay un fundamento verosímil: muy posiblemente esto haya pasado antes en las provincias; muy posiblemente esto pase todo el tiempo. Por eso existe dentro del imaginario político, y se puede echar mano de esta escena.
En segundo lugar, si nada de esto es verdad, al menos el hecho de que el rumor se extiende como reguero de pólvora ya habla de algo que sí es real: ante cada suceso argentino, todos tenderemos a pensar que es una construcción. Una construcción no inocente. Una manipulación de las cosas, de lo real. Y a la larga lo real, lo verdaderamente real, en nuestro país pasa a ser una versión más entre tantas otras. Una construcción de lenguaje. ¡Pero no! ¡Lo real no puede ser eso, por su propia definición! Lo real no puede ser LO CONSTRUIDO. Lo representado. Porque lo real es lo contrario. Ya sabemos de qué manera los medios masivos (que son grandes empresas, con enormes intereses financieros) “construyeron” los cacerolazos de diciembre. Como si fuera poco, Venezuela vino días después a confirmar la fórmula diseñada para América Latina. En la Argentina se derrocó a un presidente (o a dos), es cierto, y la fuerza del pueblo que los derrocó es real, pero no menos real es la manipulación que se hizo de ello, o la que se iba a hacer nuevamente con el caso Blumberg, y es muy simple –si se quiere- descubrir quiénes estuvieron detrás. Basta con ver quiénes se beneficiaron con todo aquello. Basta entender de qué manera un mismo canal de TV, el Canal 13, propietario además del diario más leído del país, llamaba esquizofrénicamente a la gente a salir a las calles cuando eso le convenía, y en otras ocasiones mostraba la sangrienta represión policial y los disturbios (completamente construidos, diseñados) cuando le convenía más bien que esa gente se quedara en su casa. La supuesta presión popular, manipulada por estos medios, no sólo puso al frente del país a un presidente cualquiera al servicio de los grandes grupos económicos (que son los que gobiernan) sino que les significó además ventajas inmediatas: la pesificación de sus deudas en dólares, que todos estamos pagando con el deterioro de nuestro peso, por ejemplo. La Argentina sigue estatizando la deuda privada, como ha hecho siempre, para que la paguemos todos y cada uno de los argentinos y nuestros hijos y nietos.
Uno ve el giro de los acontecimientos políticos y se pregunta: “Pero entonces, aquellos cacerolazos, ¿son reales?”. Tiendo a pensar que una parte sí, y otra es construida como valor agregado, como apariencia. Y que la función del intelectual consistiría en separar una de la otra. Separar la realidad de la apariencia es difícil. Porque la apariencia parece tener más contundencia, más definición estética, más belleza, más verdad y opera más en la vida de los pueblos que lo verdaderamente real. Quiero citar la definición del filósofo argentino Eduardo Del Estal, definición a la que adhiero. Él sugiere que “La realidad es la resistencia de las cosas a todo orden simbólico”. Es decir, “La resistencia de las cosas a lo que se dice de ellas”. Y mal que me pese, siempre termino hablando de lenguaje. Lo real sería entonces para mí la parte del acontecimiento que el lenguaje no puede capturar. La apariencia –en cambio- es sólo una construcción más del lenguaje, un aparato lingüístico determinado. Todo sistema lingüístico, todo idioma es en sí mismo –en su origen- un cuerpo totalmente arbitrario de leyes y excepciones. Pero en cuanto se presenta y es usado como lenguaje, su convención es inexorable, y opera con peso de ley. Por otra parte, percibimos y entendemos haciendo uso de lenguajes. Por lo tanto, lo real, lo verdaderamente real, ¿sería de hecho imperceptible? No lo sé, pero es algo que tiene una suerte de voluntad. Cuando Del Estal afirma que “La realidad es la resistencia de las cosas a lo que se dice de ellas”, me gusta imaginar que las cosas se resisten, tienen una voluntad militante, una voluntad de resistencia. Imagino que el lenguaje debe hacer duros trabajos para encarrilar a las cosas en esas cadenas discursivas que luego pretende vender como “la realidad”. Y que la realidad se resiste a “ser dicha”. Así es como, cuando aparece, aparece como catástrofe. El puro efecto, que entierra a sus causas.
El camión de vacas es una catástrofe, uno –ante ello- se siente como frente a un choque inesperado en la ruta. Son tantas las causas y tan complejas y tan ocultas que la contemplación del momento nos vincula con la catástrofe, que es un tema que a mí me fascina, mucho más que la tragedia, que me parece que es una concepción tramposa.
En la Argentina, donde hemos sido privados de toda ingenuidad, “pensar” es observar los acontecimientos y tratar de intuir una realidad, una voluntad distinta de lo que está ocurriendo, detrás de lo que está ocurriendo.
Yo creo que además por eso, si nos llaman y nos preguntan: “¿qué piensan sobre la palabra paternalismo?”, yo pienso que hay trampa, y digo: “paternalismo debe estar mal, debe estar, debe estar mal”. La sensación es que para nosotros, intelectuales argentinos, o artistas argentinos, o argentinos, que da lo mismo, pensar -la actividad del pensamiento- no es sólo ligar una cosa con otra; es descubrir la trampa. Alguna trampa tiene que haber. Los alemanes no piensan así, los belgas no piensan así, los españoles no piensan así, sobre todo.
Nuestra crisis de la representación es absoluta. Los argentinos ya no creemos en general en ningún sistema que se diga representativo. Nuestra corta historia como país se ha encargado de demostrar sólo los errores de la democracia, y nunca sus ventajas. Votamos siempre a representantes que nos han traicionado. En muchos períodos de nuestra historia, ni siquiera los votamos y sin embargo dijeron representarnos. Ahora, paradójicamente, nos gobierna un presidente que perdió las elecciones (yo no me olvido que Menem volvió a ganarlas) y que finalmente llegó al poder con apenas un 21% de votos. Y sin embargo, este presidente parece representar a mucha gente que ni lo votó, ni lo votaría. Todo lo que no costaba dinero y que sí hizo, en materia de derechos humanos, sobre todo, parecía una buena forma de ejercer una forma de representación muy curiosa.
La guerra contra el sistema representativo es total, y no tiene solución. La gente movilizada tampoco está dispuesta a apoyar ningún tipo de totalitarismo. Y tampoco adhiere a la sencilla y fabulosa idea de la anarquía, donde nadie representa a nadie.
Toda esa gente que salió a las movilizaciones, yo incluído, ¿qué querían? ¡Querían vivir bien, pero en el capitalismo! Y eso… ¡no se puede! ¡No se puede! (Risas) Las reglas del mundo cambiaron. Dentro de unos años la Historia, que construye apariencias y les da el aspecto científico de la realidad, hablará de un país que se desvaneció mientras la gente, en las calles, pedía lo imposible: vivir bien, pero dentro del capitalismo.
Yo soy pesimista por naturaleza. Pero no tonto. Y sé que lo real también se resiste activamente a este destino trágico. En muchos casos lo real puede prescindir de lo humano. En lo real, que es lo que no vemos con facilidad, la crisis argentina también podría haber generado nuevos rumbos de pensamiento político, de otras formas de participación. Y cuando digo pensamiento político no digo partidario; digo “político” en serio. ¿Qué es la política? La modificación de lo real. Si lo real está mal habría que ir y modificarlo. Cada uno desde su área, imagino. Yo lo hago desde el teatro, que es un área que no le importa a nadie. Aun así, siempre tengo presente este problema que surge de la idea de la representación. Yo creo que los actores argentinos cuando se suben al escenario, primero se sienten en falta, dicen: “Sí, yo voy a representar, perdonen. Perdonen, tengo que hacer de otro que no soy yo, pero no los quiero estafar, por eso se los estoy explicando”. Es una forma de realismo muy curiosa donde si uno no tiene la complicidad con el otro y no le dice: no es lícito lo que voy a hacer, pero es una abstracción que nos puede permitir ciertas operaciones del pensamiento, entonces se sentiría en falta. Y es muy sintomático. Fíjense en actores de determinada edad, de 50 años para arriba, creen que la actuación es más bien la reproducción de tipos, la copia más o menos fiel, lo que en teatro llamamos “composición”. Y es una escuela de actuación que sistemáticamente entrenaba a los actores en la copia y en la reproducción. Los actores jóvenes ahora hacen cualquier otra cosa. Estudian filosofía, leen literatura, en general no es teatro lo que leen. Les parece que lo que hay que hacer es poner fábulas a funcionar sobre el escenario que hablen de qué extraña es la vida. No vale mucho la imitación de las personas que existen. Y esto se verifica muy puntualmente en el teatro de Buenos Aires, y a lo mejor no tanto en el teatro de otros países. Tienen otra relación con lo representacional, lo representativo…

MZ: Vos decías algo: que tenía otra relación con el lenguaje, como si el lenguaje ya fuera una representación, que en el teatro -en todo caso- la reproducción de ese lenguaje era como ir en contra de ese lenguaje.

RS: Tratando de no ser odiosos y de exagerar horrores para entendernos vamos a tomar el ejemplo de Francia. Francia, como todo el mundo sabe, es un país que tiene un teatro que a nadie le interesa. Es el teatro menos interesante del mundo. Un teatro rico, y a la vez poco interesante. Aburrido. Y mucha gente lo atribuye al idioma. Ustedes saben que a los franceses les encanta el francés, (risas) los franceses quieren ir al teatro a escuchar el francés, y si está bien hablado mucho mejor. De hecho hay distintos franceses. Yo soy un fanático de los dialectos, de lo que ocurre con las desviaciones. Los franceses tienen una forma de hablar y una forma de entender un francés del cual se quejan, el francés de los extranjeros, este francés denigrado, cosa que los ingleses jamás han hecho, ¿no? Los ingleses ni siquiera tienen una Real Academia, el inglés no tiene reglas, y quien es traductor del inglés lo sabrá. Te tenés que comprar todos los años un nuevo diccionario de slang. ¿Cómo no hay alguien que vigile qué es lo que entra al diccionario y que no? El castellano sí, el francés también, el alemán están tratando de regularizarlo, porque son una tribu bárbara. Entonces es muy curioso lo que pasa con el teatro francés. Yo me imagino que si yo nazco en Francia, voy a escribir una obra, me inscribo dentro de una tradición determinada y vengo precedido por un montón de tipos muy capos que han hecho del idioma un uso culto de los lenguajes, una forma de decir: no rompamos el pacto lingüístico en el cual nos manejamos. Está bien, es lo único que tenemos para entendernos. Curiosamente, nosotros que ni siquiera hablamos castellano, hablamos la deformación de un idioma que les pertenece a otros, somos una especie de tribu que más o menos mezcló el español con el cocoliche, hablamos otra cosa. En muchos sentidos no hablamos el mismo idioma que otros hispanohablantes, valoramos mucho más la desviación que el modelo, y yo creo que es exclusivamente por motivos lingüísticos. Entonces, ¿qué ocurre?, nosotros tenemos también relación con las representaciones que en vez de pensar que las representaciones construyen la cultura, para nosotros las representaciones deben derribarla. La representación aquí es contracultural. Hay algo que está muy mal, hay algo que está podrido y los artistas tienen una relación con aquello que está mal. En otros países no está tan clara que ésa sea la relación obligada. O es más, la relación está tan consuetudinariamente asociada, que los nuevos autores rebeldes ya saben sobre qué temas hay que escribir, porque la rebeldía también está canonizada en su lenguaje. Es lo que pasa con muchos nuevos autores británicos, o los nuevos autores franceses. Soy un nuevo autor, mi función es escribir más o menos dentro de este campo que me ha tocado donde se tocan determinados temas de determinada manera, manera “rebelde”. En ese sentido el teatro europeo está un poco muerto. Lo que pasa es que el muerto goza de buena salud, porque las salas están llenas, porque el pacto representativo funciona, y los espectadores, cuando pagan su entrada de 30 euros saben lo que van a ver, y eso es lo que compran. Acá uno paga una entrada más barata, porque por supuesto no sabe qué es lo que le van a dar a cambio. Uno dice, esperemos que esté buena, esperemos que pase algo, me dijeron que estaba bien, que en un momento te sorprendía. Uno va esperando ser sacudido por el teatro. Creo que le sucederá lo mismo a los que van a galerías de arte, uno no va a ver la continuación de una tradición, uno va a ver qué es lo que está haciendo ahora mi colega para romperla, ¡que ya es bastante difícil seguir rompiendo algo que nunca existió! No tenemos un modelo canónico que permita que a las variaciones se nos llame rebeldes. Yo estreno una obra mía y acá soy un gran autor, seré rebelde para los alemanes. Acá no hay una validación del modelo, por lo tanto tampoco una validación de la ruptura de los modelos. Se hace lo que se puede, y se trata de sobrevivir. Pero sí, evidentemente, los países con una cultura rica y muy sostenida por el estado… el teatro de los países centrales es una actividad estatal, acá no lo es, acá el teatro es privado, es cooperativo, de grupúsculos de personas que no tienen nada mejor que hacer con su vida y se juntan a hacer obras. Entonces es muy interesante porque cuando ellos me preguntan: “¿Por qué el teatro argentino es un teatro político?” Bueno, porque en realidad es marginal, y cualquier opinión que venga de la marginalidad es naturalmente una forma de ejercer una política, es una opinión que no entra dentro del formato del diario Clarín, las opiniones que puede llegar a despertar una obra como La Estupidez, o cualquier obra que quieran tomar de mis colegas. Ejercer teatro desde una marginalidad supone una actitud política, porque uno no está reproduciendo la clave de los sistemas autoritarios y paternalistas, que es la reproducción sistemática de una forma determinada de producción de mercancías. El teatro acá -desde hace muchísimos años- se ha venido manejando como “Grissinópoli”. Es decir, somos un grupo de personas, y no construimos viviendas ni envasamos arvejas, construimos sentido, pero cómo se construye esa mercancía, cómo se vende y cuáles son las relaciones de poder y quién obtiene plusvalía de quién en el teatro, es completamente diferente de lo que pasa en una fábrica. Es decir, el teatro cuestiona el sistema de producción de mercancías. Porque produce sentido de acuerdo a un sistema completamente distinto de producción, entonces es siempre subversivo. Incluso el teatro francés más aburrido, siempre es subversivo, si entiende que la subversión no está en los temas, sino en la forma de producir ese discurso teatral. Acá no tendría ningún sentido hacer obras sobre el corralito, que sí es lo que hacen los europeos. Acá se supone que la actitud política es hacerlas de cualquier manera. Eso es lo que creo de la representación.
En Viena yo terminé esta misma conferencia con un golpe de efecto especial. Les mostré un patacón. Y varios traductores mediante traté de hacerles entender hasta qué punto había llegado la crisis de la representación que el único valor universal, el dinero, acá ya había cedido lugar a construcciones tan mágicas como inoperantes. Si el dinero tiene un poder de conversión mágico, casi estético, y es la representación de la riqueza, acá nos conformamos un tiempo con la representación de la representación. Los vieneses no lo podían creer. Primero se rieron, no sé de qué, me pedían ver de cerca el Patacón, como si fuera a traer escrita alguna instrucción de uso, después se pusieron muy serios, incluso muchos de los presentes se pusieron a llorar –no miento-. Porque de algún modo, en sus pesadillas, Argentina es su futuro.
La crisis argentina, que fue en realidad una crisis menor, si tenemos en cuenta lo que está pasando ahora en Bolivia, de lo que no se habla en ningún medio masivo. Habrán visto que hay hasta gobiernos paralelos de mineros, en determinadas zonas del campo boliviano, donde tienen su propia policía, no entra la policía de afuera. Quiero decir, esta crisis argentina les servía a ellos de ejemplo, hacia dónde va el neoliberalismo que es el modelo que más o menos están tratando de aplicar. Vamos a probar acá a ver si revienta. Y reventó. ¿Qué podemos corregir para que todo siga igual? No podían entenderlo: ¿vos tenías tu plata en el banco y te la expropiaron? ¡Sí, y encima no fue en el nombre del comunismo! (risas)
Lo del trueque fue muy interesante, si bien no sirvió para nada, porque era volver a darles un valor a las cosas, pero un valor que no pasara por el dinero. Y el dinero, ¿qué es? Es la representación de la riqueza. Pero es una representación tan mentirosa como cualquier otra. Nadie cree que de cada billete haya un respaldo en oro en la Casa Central, y mucho menos de los dólares en la Casa Blanca. Todos sabemos que es una mentira, es la mayor de las ficciones universales, mucho más que Dios, por eso Dios va tan en baja y el dinero tan en alza.
Acá el Patacón era la representación de la representación de la riqueza, entonces original y falsificación comienzan a tener el mismo valor. Un patacón fotocopiado valía lo mismo que un patacón de verdad…

Kiwi Sainz: Nosotros acá tenemos el Venus.

RS: Que vale lo mismo…

KS: ¡Vale más!

MZ: En Tandil valió más.

RS: Acá a mí me pagan en Venus, ¿no?

MZ: Vos contabas que en Barcelona se subsidia al teatro en catalán, eso convertiría al teatro como una herramienta política.

RS: Sí, pero el objetivo es básicamente económico, ni siquiera racial. El objetivo es independizarse de España para tener ciertas ventajas económicas. El idioma es la primera herramienta del conocimiento de lo real; ellos manejan los dos idiomas, pero escriben en catalán porque saben que así les montan la obra, entonces ¿es el idioma lo que está en juego, o las formas de representación de la riqueza se filtran en otras formas de representación?

MZ: A mi me gustaban las anécdotas de las traducciones de tus obras.

RS: Sí, sobre todo los tajos que uno genera con determinadas palabras. Por ejemplo: La Estupidez trascurre en Las Vegas, y en determinado momento hay unos tarados, unos apostadores, haciendo una barbacoa, y en un momento dicen: ¡Ya están los choris! Cuando quieren traducir la obra me preguntan: ¿Qué son los choris? Y yo les puedo explicar lo que es un choripán, pero no les puedo explicar por qué mágico efecto ese texto ahí es necesario. Sí: todo es una farsa, somos nosotros que nos pusimos una ropita. Es decir, ese tipo de código que uno establece con el espectador, yo podría haber dicho “hot dogs”, la escena está armada para que se diga “hot dog”. Yo necesitaba que el espectador fuera cómplice conmigo y que entendiera que todo lo que está viendo es mentira, y lo que quiero es que a partir de una mentira que se autopresenta como una mentira podamos pensar en cosas que sí son de verdad. Los alemanes que traducían no tenían esa necesidad, entonces me preguntaban cómo funcionaba el chiste. Yo les preguntaba si no tenían una palabra muy, muy local, algo que la abuelita de ustedes cocinara y que no podría estar nunca en un casino de Las Vegas. Pero la traducción no es traducir la palabra, es traducir el efecto que una palabra produce en la ruptura en esa comunidad de sentido que ve a las palabras.
En Alemania me sentí muy agobiado, cuando hacía la beca. Había mucha gente de las artes plásticas, de la arquitectura, y mientras yo estaba con mi proyecto y escribía mucho, lo que ellos hacían durante la beca era llenar los formularios para la beca siguiente. Son actividades que están muertas, que no tienen un intercambio real con unos consumidores de eso, aunque el estado todavía apoya a sus artistas. ¿Pero los apoya para qué? Para callarles la boca. La trascendencia le pertenece a Europa, mientras nosotros tenemos que dedicarnos a nuestras pobres crisis. Si la revolución en vez de empezar en Bolivia empezara en Alemania, yo creo que se extendería mucho más fácilmente, pero no va a empezar en Alemania, y tampoco sé si es lo que hace falta.
Las comunidades de sentido cambian de acá a Montevideo, y de esto habla mucho el teatro, que es un fenómeno muy arraigado en el espíritu del lugar. Las formas de hablar, las formas de reproducir determinados tipos. El cine no. Yo trabajo mucho con traducciones de obras de teatro. Y hay muchas obras buenísimas que no se pueden traducir, porque lo que tienen de buenas ocurre y funciona dentro de una comunidad de sentido. Si hicieran una película, yo la vería y no me cuestionaría nada.
Los grandes festivales del mundo, ya si quieren entrando en el tema del aburrimiento, que es la próxima palabra, están hartos de más de lo mismo. Los grandes festivales del mundo son festivales europeos que tienen mucho dinero. Lo que ocurre es que todos los programadores de los festivales se conocen, y la misma obra se ve en 15 festivales a la vez porque parece que encaja en el formato que llena la expectativa “festival de teatro”. Se ha empezado a producir un tipo de teatro global que produce para el mercado de los festivales de teatro. Y se aburren hasta ellos mismos de lo que producen. Ahí al teatro vas a ver una belleza que ya está pactada. Nosotros acá no tenemos ningún pacto. No sabemos qué vamos a ver, qué vamos a buscar.

MZ: ¿Qué ibas a decir de la palabra aburrimiento?

RS: Lo que quieran. Aburrimiento es la tercera palabra y tengo muy poquito para decir. Una de las primeras reflexiones sobre aburrimiento es, y creo que es un concepto si mal no recuerdo de una novela de Moravia, que aburrimiento no es lo contrario de diversión, que tendemos a pensar estoy aburrido o estoy divertido como pares polares, pero el aburrimiento es en realidad una imposibilidad de conectarse con las cosas. Aburrimiento es una palabra que tiene todas las connotaciones negativas del caso, no sé si hay una palabra para definir el mismo estado pero con una connotación positiva. La pregunta es si el aburrimiento será algo tan malo. Y de manera totalmente biográfica o personal, tiendo a pensar cuándo fue la última vez que me aburrí, y me cuesta mucho acordarme. Y me parece que el aburrimiento es un concepto adolescente. No es ni bueno ni malo, se genera en la adolescencia, junto con otras cosas. Es el miedo a aburrirse, más que el aburrimiento. Curiosamente cuando era adolescente yo tenía miedo a aburrirme cuando estaba solo. La sensación es “esta noche tengo que ir a bailar porque si no me voy a aburrir si me quedo en casa” y yo no sé si he envejecido o que, pero digo, ahora me parece muy difícil que uno se pueda aburrir estando solo. Cuando uno está solo quiere decir que puede elegir hacer lo que más le gusta hacer, y lo hace. Me cuesta mucho pensar cómo no salir del aburrimiento, y en cambio sí tiendo a tener temor a situaciones sociales que me aburren. Es decir, parecería que el aburrimiento es más un problema social que un problema de cuando uno se queda solo. Y que las zonas diseñadas para el entretenimiento del ciudadano suelen ser las más aburridas del mundo. Las discotecas, los lugares donde se pretende espectacularizar la diversión, y producir alternativas al aburrimiento. Pero qué pasa si estás aburrido en tu casa y lo que querés es hablar con alguien, y no lo podés hacer estando solo. Yo digo, llamás por teléfono, seguramente hay soluciones mucho menos neuróticas para salir del aburrimiento. Ahora, me llevan a una discoteca, donde ni siquiera puedo hablar con la gente con la que fui, si es que fui con alguien, o con la que me quiero ir, si es que me quiero ir con alguien, y a mí ya me da pavor. Me parece que el aburrimiento suele ser un lugar, un fantasma que ocurre en ciertas formas de representación social de la impostura de la diversión, del fingir que algo es divertido. El otro día les preguntaba medio en broma, ¿quién diseña las plazas? No hay nada más aburrido que una plaza. Las plazas están diseñadas para morirse de aburrimiento. Bueno, cuando uno es chico va a la plaza a jugar porque tienen juegos, y yo trataba de hacer memoria ¿Qué plazas tienen juegos? La que iba cuando era chico no tiene más, se ha cambiado por un concepto parque. Yo me preguntaba: ¿cómo se diseña la diversión en una ciudad, como se diseñan las alternativas para salir del aburrimiento en una ciudad? Y es curioso, porque me parece que más que apuntar a las zonas de convocatoria masiva de personas, suponiendo que eso es divertido, yo más bien tiendo a pensar que es más divertido si divierte a más personas. Yo digo: no. ¡Es un horror! Es más divertido si te divierte a vos como persona, con el cúmulo de arbitrariedades que uno tiene como persona y que a veces -incluso estando solo- puede generar situaciones de enorme diversión. No es que necesariamente uno pueda divertirse más estando solo; lo digo porque tiendo a pensar que… y trato de acordarme… y siento que en la adolescencia tenía una definición de aburrimiento, y ahora tengo una muy diferente.

MZ: A veces la diversión en relación al teatro y a la obras de teatro está asociada con la palabra frivolidad.

RS: Sí. Si les parece, yo creo más pertinente hablar de lo ”divertido” (aclarando que no creo que sea lo contrario del aburrimiento). Es interesante lo que pasa aquí, y en esta ciudad, con la frivolidad y con lo divertido. Hay países -como Francia- donde hay un enorme prejuicio para con lo divertido. Un enorme prejuicio. Es decir: los autores que escriben teatro deben escribir un gran teatro, porque además tiene una tradición detrás, una tradición de “gran teatro”. Y lo divertido se acepta dentro del canon de lo divertido, es decir el teatro del vodevil (no en vano la palabra vodevil es una palabra –concepto- francesa). Ahí, en el reino de lo vodevilesco, puede estar bien divertirse con La pulga en la oreja. Ahora si vos quisieras montar La pulga en la oreja acá, -es una obra, un vodevil muy tonto- y lo quisieras montar acá en el teatro San Martín, todo el mundo te diría: “¿qué necesidad tenemos nosotros -ciudadanos- de pagar con nuestros impuestos el montaje de una obra que es solamente divertida?”. Es muy curioso el concepto y muy tramposo, también. Conduce a la suposición de que divertirse está mal. O que en todo caso, es una cuestión privada, y el estado no tiene por qué velar por ella. Estamos tan mal como ciudadanos, como personas, dada la violencia de la ciudad en la que vivimos y todo le demás que en realidad ya es bastante raro cuando una obra logra divertirte. Claro que no es mi opción, pero no creo que sea el enemigo, en todo caso.
Y al mismo tiempo tengo que reconocer que yo también tengo un prejuicio para con lo meramente divertido. Muchas veces pensamos que lo divertido tiene que ser un camino hacia otra cosa: ¿hacia qué otra cosa? ¿A la reflexión? ¿Vieron que muchos críticos incluso te dicen “es una gran comedia de la que –además- uno se va pensando”? Como si el irse pensando le sumara algún punto a la gran comedia. Yo digo, ¿no habrá zonas del divertimento que pudieran abstraer de los preconceptos morales, correctos o no? Y uno podría decir: un buen partido de fútbol. Es divertido y no es moral. Y mucho menos, educativo. Bah – lo digo yo, que el fútbol no me interesa nada, absolutamente nada. Pero debe haber algo de eso: uno (no yo, pero “uno”) va a divertirse viendo un partido de fútbol. O va esperando divertirse, ¿no? Y se divierte cuando el partido está mejor jugado y uno llega a su casa contento si se divirtió… no lo sé, me parece que influye bastante si gana tu equipo o no, ¿no?, yo no tengo mucha idea, pero debe influir bastante. La idea es que es un espectáculo de diversión, nadie diría que eso es artístico. Y por eso el prejuicio se traslada; cuando uno tiene que presentar una comedia, y se ve forzado a decir “ojo, es una comedia pero te hace pensar” yo me siento un idiota. Naturalmente yo utilizo el humor para otra cosa. Para mí el humor es el punto en donde acontece el quiebre de la expectativa, el quiebre de sentido común, y este quiebre –y el humor- te hacen reflexionar sobre cuántas cosas das por supuestas que no son tan supuestas, o tan verdaderas. Yo tengo una relación apasionada con el chiste… el buen chiste, aquél del que uno no tiene más que reírse porque te toma por sorpresa, a diferencia de la gracia preanunciada en el “ojo, que voy a contar un chiste”. Pero, ¡vamos!: hay en el ámbito en el que nos movemos dentro del teatro un enorme prejuicio para con lo divertido. Javier Daulte le tenía que explicar a la directora de este festival en el que se presentaba que la obra era divertida, y que lo perdonara, pero que la obra era divertida. A lo mejor incluso divertida antes que muchas otras cosas.
La palabra divertir viene de desviar y eso es sumamente interesante como concepto etimológico, divertir es desviar. Para mí es desviar la carga del logos hacia el mito, es decir transformar en mito, mítico, en lo inexplicable, en arbitrariedad lo que el logos intenta explicar con sus categorías; para mí, entonces, toda desviación es deseable en las ficciones. Shakespeare es divertido. No sus comedias –particularmente-, que en general ahora nos pueden resultar bastante pavotas; sus tragedias son divertidísima, lo que le pasa a Hamlet es divertidísimo, está completamente “desviado” del sentido común. A Hamlet se le aparece el padre, en la forma de un fantasma y le dice que vengue su muerte. Pero claro, Hamlet no está muy seguro de si el padre merece justicia o no, porque probablemente había sido un gobernante tan tirano como el que lo es ahora, su tío. La situación es divertidísima, es en primer lugar divertidísima, está desviada de toda lógica, de todo sentido común. Y es lo que motoriza el enorme mecanismo conceptual y de divertimento (desviación) que para mí es Hamlet, y cada gran obra.
Chéjov es divertidísimo. Y Chéjov es un muy buen ejemplo porque Chéjov se supone que es el colmo del aburrimiento, que en las obras de Chéjov no pasa nada, que son personajes que están hablando todo el tiempo y nunca les pasa nada. Sí, pero, ¿de qué hablan? Porque si querés hacer una obra de Chéjov, nunca encontrás con mucha facilidad por dónde cortarla. Cualquier cosa que saques, sentís que afecta a la totalidad. Claro, hay en escena una burguesía que se aburre, y Chéjov -que se permitió el lujo de hacer lo que quiso-, quiso retratar, si vamos a creer en sus contemporáneos, a una burguesía que se aburría. Pero sus obras son divertidas. A los personajes les pasan cosas que no esperás. Él se las arregla para que no las esperes, para que cuando ocurran sean completamente inesperadas. Kostia, en La Gaviota, amenaza suicidarse quince veces, tiene un revólver y todo, en un momento lo hace, pero el tiro le falla y no se suicida. Más aún: cuando empieza el cuarto acto, resulta que Kostia es ahora un escritor exitoso, y vos te decís: “caray, pasó lo contrario de lo que tenía que pasar”, y cuando termina el cuarto acto pasa lo que efectivamente era irreductible: vuelve a tratar de suicidarse. Es decir, él se las arregla para que con dos o tres elementos (me suicido o no me suicido) ocurra lo contrario de lo que vos esperás; su maravillosa técnica teatral consiste siempre en ello, en parte. Te desvía, desvía tu expectativa, es divertido, te mantiene “divertido”, desviado de lo sensato, de lo esperable. Esa mera desviación construye divertimento: un estar distinto de otras formas de estar, de percibir el mundo. Un estar lúdico. Contra eso no habría que tener prejuicio, habría que tener prejuicio con el divertimento que asume que es más divertido si le gusta a más personas, y ahí tenemos a la Sra. Moria Casán mostrando las semi-tetas, o vaya uno a saber qué son, suponiendo que eso es divertido. La frivolidad es “más” divertida, “divertida para muchos”. La frivolidad -si se quiere- es más asequible. Pero no sé si te desvía a ningún lado, a mí en general no me divierte nada, y no voy a predicar para el converso: creo que a ninguno de los que esta acá los divierte. Pero tampoco me gustaría tener un prejuicio para con eso, para con lo divertido de lo frívolo. Es una cuestión de genio, de personal técnica, tornar trascendente ese desvío.

MDP: Vos lo relacionabas con la pregunta ésta de si lo popular es un valor.

RS: ¿Cómo habíamos llegado a eso?

MDP: Después que decías que sí se debía abolir el fútbol.

MZ: Habías dicho:”Todo lo masivo es nocivo”.

RS: Todo lo masivo es una mierda siempre. Quiero decir, lo masivo no es humano, ocurre, se da, y todo lo que quieran, pero justamente las personas -en lo masivo- pierden sus características humanas y se transforman en otra cosa. No sé si se puede hablar de ello en términos axiológicos, decir si es bueno o malo. Lo que sí es claro es que ocurren otras cosas, de otro orden, pero no necesariamente más humanas. Muchas veces yo he tenido que responder a la pregunta de si mi teatro es elitista o no. Es una cuestión tan ardua como boba. Hay un concepto muy arraigado aquí -por los años de la dictadura- y por aquello que los autores de esa época quisieron hacer, que era “educar a las masas”, y educarlas bien, con conceptos que uno a lo mejor comparte… Pero claro, no funciona así: educar a la masa es imposible. Se puede educar a las personas; pero a las masas, no. Empezando por Brecht, el primer gran equivocado en ese sentido, quiero decir: Brecht fracasó en su proyecto, que era instaurar el comunismo en todo el mundo, sin embargo sus obras son extraordinarias. Hay una suposición que es que lo popular es valioso, y ahí es donde me lo pregunto: lo popular, ¿es un valor? ¿Es más valioso si algo le gusta a más personas, si le gusta a todo un pueblo? O si todo un pueblo lo asume como verdadero, ¿es más verdadero, aunque estén todos equivocados? Todos en el medioevo creían que el cosmos tenía una forma equivocada, hasta que se descubrió América; todos creían en algo que era falso. Lo popular no es más verdadero, no es más lindo, sólo es más popular. Y tendrá sus cosas buenas o malas, pero yo no creo que deba ser asumido como un valor en sí. Tampoco quiero decir con esto que no habría que hacer obras populares, ésas que se hacen para gustar más o menos a muchísimos. Hay un concepto, creo que de Alain Badiou, que a mí me gusta mucho que dice que el teatro -o las ficciones en general- son donadas, están donadas, y no son para todos, son para cualquiera, que no es lo mismo. En relación a cómo responder esta pregunta sobre el elitismo: yo creo que una obra sería elitista si la persona para poder verla o disfrutarla necesita determinado tipo de información que sólo una determinada elite tiene, entonces puede disfrutar de determinadas cosas que a lo mejor a otro público -más popular, si quieren- se les perderían. Entonces uno podría decir allí: bueno, esa obra es elitista. Yo creo que las obras interesantes están donadas, son para cualquiera, y esto no quiere decir que sean para todos. Mucho menos para todos a la vez. De la misma manera que el fútbol no es para todos (a mí si me llevan a una cancha me puedo llegar a morir de aburrimiento y de asco): aunque jueguen bien los jugadores ni siquiera me voy a dar cuenta que están jugando bien. Entiendo que a algunas personas les pase esto mismo frente a la ópera, frente a cierto tipo de música de vanguardia, o al bel canto, o –lástima- frente al teatro.

MZ: Nosotros hablamos bastante del sentido del humor, que los argentinos teníamos un sentido del humor híbrido, que nos acomodábamos sin culpa a diferente situaciones.

RS: La primera de las salvedades que yo haría es cuando decimos “los argentinos”… Esto es: “los argentinos que yo conozco”, ¿cómo hacer para que “los argentinos” no sea una representación de los argentinos? Suponer que a todos los argentinos le pasa los mismo, que piensan lo mismo. Vuelvo a la segunda palabra que hablamos hoy, la idea de la representatividad, y cierta actitud militante para evadirla cuando es falsa… Y sin embargo… ¿Vieron que afuera dicen “los argentinos son soberbios” y qué sé yo qué? Claro, y uno dice “qué hijos de puta, ¿por qué?”, hasta que después viajás un poco y les terminás dando la razón. Aunque al mismo tiempo uno trata de decir: bueno, no hay que generalizar, ¡yo milito de eso, cuando viajo!, no todos los argentinos son iguales. Y en un momento la propia necesidad de dar la explicación te hace decir: sí, somos soberbios, y ¿sabés por qué? Por esto, por esto y lo otro… Y es positivo, en algún punto terminás de dar explicaciones de por qué determinadas cosas que uno trata de negar son vistas de afuera como lo que constituye la regla (que luego genera las excepciones); pero la regla que constituye la forma de “leer” un pueblo determinado. Yo ni hablo de “pueblo”, que es un palabra que ya salió de los diccionarios, yo hablo más modestamente de “comunidades de sentido”, y entonces, cuando hablamos de “los argentinos”… hablamos que van al teatro y que se ríen de determinadas cosas, son el 1% de los argentinos, porcentaje en el que yo puedo basar mi propia experiencia, mi propio campo de experimentación. Y no creo en las encuestas, no son representativas de nada. Sí, parecería que hay algo del sentido del humor, de las cosas que divierten (a ese 1% que no es representativo de los argentinos ni de nada), y es que fundamentalmente nos divierte lo bizarro, nos divierte lo híbrido. Nos parecen truchas todas las formas puras, hay una enorme desconfianza de las formas puras. Entonces si vos vas a ver una ópera bien hecha , muy elegante , de una compañía belga que vino acá, lo aceptas porque son belgas. Pero a un director argentino no le perdonás ningún engolamiento, decís: “sos argentino, macho, ¿qué estás haciendo?”, hay como una sensación –discutible pero palpable- de que las formas puras no nos pertenecen, y lo que nos divierte es decir: “hemos sidos puestos en este país del culo del mundo para llevar en alto una gran advertencia al resto del mundo: “desconfíen” de todo y en todo momento, 24 horas por día”. Yo creo que eso es una característica medio argentina, los mexicanos no desconfían, están como el orto, igual que nosotros, les pasan todas, pero no desconfían tanto. No se imponen. No sé si les ha pasado ver la siguiente escena: en algunos países viene el mozo y has pedido vino tinto y te traen vino blanco, y le decís: “señor, le pedí vino tinto, lléveselo y tráigame el otro”… Y los mexicanos que ven la escena inmediatamente saltan: “¿cómo le dijiste? Está trabajando. Se equivocó”. “Pero bueno… no le dije nada malo, le dije tráigame el vino que le pedí”, “No, eso no se dice así, yo me tomo lo que me den”. Los mexicanos, en vez de decir “¿que?” dicen “mande”, es decir yo estoy hablando contigo, y sos mexicana, y no me has entendido, me decís “¡mande!”, es decir, “¿qué?”. El lenguaje habla mucho de ciertas cosas -sumergidas o en al piel- de ciertas formas de representación. Y después por supuesto la verdad es que los mexicanos nunca te van a traer el vino que les pediste, les aclaro que no es que dicen “mande” y acto seguido se dejan mandar, no es eso. Es la ficción que sostienen, es su lenguaje, su pacto aparente; y nosotros también sostenemos una ficción –o varias-: que somos soberbios, que ya estamos de vuelta de un montón de cosas, hablamos de la posmodernidad con autoridad y ni siquiera hemos conocido la modernidad en este país, ahora resulta que estamos de moda porque somos posmodernos, pero no es lo que elegimos ser. Tengo la sensación de que el origen de nuestro sentido del humor híbrido, de la falta de formas puras que hay acá, tiene que ver naturalmente con la inmigracion, debe haber motivos históricos para poder entender esto; la idea del pastiche esta muy, muy arraigada en nuestro sentido del humor, nos divierte la creencia de una forma que se presenta como pura, nos parece una estafa. Cualquier forma, cualquier género, ¿no? Y los géneros básicamente argentinos son muy híbridos, desde el tango. El tango es en broma, ¿o no? El tango es la puesta en escena de una cosa apasionada, pero ¡¡vamos!! Madres lavando en el piletón, y los hijos... es la exacerbación de una enorme broma nacional, con la que uno juega a identificarse, es una forma muy impura, débil, débil no en un sentido peyorativo. Débil como se habla en las gramáticas, los verbos de conjugación débil son aquellos que están llenos de irregularidades, son verbos hermosos. Ésos son las cosas que constituyen nuestro imaginario hoy en día. La coartada es la inmigración. Funciona de modo imaginario, naturalmente. ¿Cuánto hace que no vemos un inmigrante europeo? Está instalado en nuestro ADN, aunque no se verifique en lo real. Es una buena coartada. Pero funciona. Otras culturas –creo- se representan mucho más a partir de ideas fuertes. Estados Unidos me parece el ejemplo más claro: ideas mentirosas que se han construido, Hollywood mediante. La historia de los Estados Unidos es una invención de Hollywood que se consume. Lo que acá es Roca y la matanza de aborígenes, allá es una conquista heroica del oeste y es la expansión de la nación, etc., y todos consumen la misma bazofia, la misma idea de representación. Por eso–en parte- cuando se les caen las torres están azorados, salvo una elite que se piensa a sí misma, pero no hablamos del todo bien en los términos de estas generalizaciones que no deberíamos hacer, estas generalizaciones representativas. ¿En qué formas creen? A ellos –supongo- les venden una forma pura y la compran, acá me parece que nosotros le señalamos rápidamente la estafa, a toda forma pura. A toda simplificación naif.
Yo recuerdo, viendo lo de New Orleans en la tele, una negra que había perdido todo, y que lloraba diciendo “¿por qué nosotros?”, primero hablaba de un nosotros/Estados Unidos, sin darse cuenta que Estados Unidos la excluye por completo, le da un pasaporte para que crea en la representación y punto. Un pasaporte que por otro lado nunca podrá usar porque nunca podrá salir del país, no tendrá dinero para hacerlo. Ella decía “¿por qué nosotros, que estamos ayudando a tantos países en el mundo, y no nos ayudan a nosotros que nos inundamos”, naturalmente despotricando contra Bush, pero con argumentos totalmente equivocados. La creencia de la forma pura, ¿cuál es? Que Estados Unidos está haciendo justicia en Irak y esto lo cree el negro damnificado por las inundaciones en New Orleans. Yo no sé si nuestros marginales comprarían la misma bazofia. Creo que no.

MZ: me acuerdo del programa de Moore que se llamaba The awful truth. Es un programa que funciona en Estados Unidos, acá no, acá nadie te tiene que desayunar que las grandes corporaciones son una estafa.

RS: Ese programa –supongo- es interesante y es divertido, porque los desvía de un sentido común que ellos ya han acordado. Yo recuerdo cómo me divirtió a mí Bowling for Columbine y cómo me aburrió la otra, la del 11 de septiembre. La primera estaba muy bien porque su tema era para nosotros completamente divertido, es decir desviado; el caso era muy peculiar, y lo que ocurría en relación a las armas y cómo estaba narrado, etc. Con la otra no me divertí nada. Me sentí un alumno en escuela para chicos con problemas o discapacidades mentales. Estaban explicando algo que nosotros sabemos hace mucho tiempo y presentando evidencia, no era divertida. Sólo me remito a hablar de lo divertido. Porque por supuesto Fahrenheit 9-11 es una película mucho más importante que la otra, presenta incluso “formas puras”… pero es infinitamente menos divertida.

MDP: Sin embargo, ¿por qué decís que es más importante?

RS: Porque ellos necesitan más de esa película que de la otra. ¿No? Digo, si realmente creemos en la inocencia del espectador medio norteamericano que sólo se desayuna con esas cosas si se las muestra Michael Moore en el cine… Igual era enojosa, pese a ser “importante”… Sobre todo lo de las madres cuando pedían que sus hijos volvieran; no decían “porque estamos invadiendo un país”, decían que volvieran por motivos afectivos.
Para nosotros es muy fácil señalarlo porque se trata de una forma pura que es muy fácil de desarmar. Acá no hay formas tan puras. Y creo que nos divierte la pretensión de la forma pura, que vemos como cómico lo que para otros pueblos a lo mejor no lo es. Y tenemos un enorme apetito por lo absurdo. Parece que representa con más fidelidad algo de nuestra realidad que lo que no es absurdo, que es lo que es racional.

Mauricio Corbalán: Vos en algún momento habías dicho que no te interesaba tanto la tragedia pero sí la catástrofe.

RS: Para explicarlo en dos palabras: la tragedia es un modelo, tecnológico, de representación de una época determinada del teatro que se basa en la siguiente regla loca: en la tragedia el héroe marcha hacia su propia destrucción merced a una falencia inherente a su constitución; es decir: estamos en presencia de una tragedia cuando Macbeth -por ejemplo- es ambicioso, no lo puede evitar, y es la ambición lo que va a llevar a Macbeth a terminar como termina. Es decir: muerto. La tragedia termina siempre con la destrucción del protagonista que lleva adelante la voluntad de cambio. Ahora, si Macbeth fuera a ver un partido de pelota y le pegaran con la pelota en la cabeza y muriera de un golpe de pelota y no por la ambición de él y su señora, pues no estaríamos en presencia de una tragedia, sino de una catástrofe. Murió por accidente. Es decir: él era un poco ambicioso, sí, pero murió por otra cosa. A mi me encanta eso.
Y en realidad creo que las grandes obras que resisten a toda lente pura impuesta por distintas épocas. Durante mucho tiempo se pensó que el teatro era la constitución escénica de lo trágico, que había que construir obras con ese formato. El destino del teatro estaba ligado a los pormenores morales de la tragedia, ese dispositivo llamado tragedia. Beckett vino a revertirlo, y muchos antes que él también, más calladamente. El primero de ellos: Shakespeare. En las tragedias de Shakespeare, que están muy bien, se trata de tragedias porque él escribía a la moda de la época, y punto. Es como si te dijeran: mirá, tenés que poner canciones de Caramelito porque ahora es lo que está vendiendo”, “bueno, dame las canciones de Caramelito”. Escribía dentro de ese pensamiento y probablemente pensara que el destino del hombre era trágico, sí. Pero además, sus tragedias son catastróficas. Un ejemplo. ¿Ustedes recuerdan Romeo y Julieta? ¿Ustedes recuerdan los detalles de Romeo y Julieta? Julieta, para poder quedarse con Romeo, planea un plan genial, dice: “me voy a tomar un brebaje, todos van a creer que estoy muerta, cuando me entierren en la cripta familiar, vos, Romeo, venís y nos vamos a dónde vos quieras”. Claro, las familias estaban tan enemistadas, y por esa enemistad medio Romeo mata a un pariente de ella, bueno todo mal. Entonces, ¿qué hace Julieta?, le manda una carta a Romeo por medio del fraile, Fray Lorenzo, que es además el que le consigue el brebaje. ¿Por qué no le llega la carta a Romeo? Porque uno podría decir: Romeo y Julieta es una tragedia, una historia en el que el amor de los personajes motoriza el dispositivo de la tragedia, se aman tanto que terminan destruidos, porque están dispuestos a hacer cualquier cosa con tal de estar juntos, su amor es su “falencia” trágica, en vez de decir : “ok, sangre fría, Julieta, tenemos primero catorce años, yo catorce, vos dieciséis, creo, ¿qué tal si esperamos un par de años, y le mentís a tu nodriza y le decís que te has ido a recoger margaritas y yo te espero?”. No, hacen todo mal, hacen todo mal para que exista la obra. Pues bien; Julieta idea este plan, le manda una carta, le dice al fraile: “mándele la carta a Romeo”… y la carta se pierde. Nadie se acuerda por qué se pierde la carta. Porque la carta se pierde porque sí. Y esto es lo genial de las obras de Shakespeare; las cosas muchas veces pasan porque sí, pero tienen la apariencia de estar pasando porque es una tragedia. La carta se pierde porque sí. Antonio, en El Mercader de Venecia, pierde su fortuna porque todos sus barcos naufragan. Esto es una catástrofe. Sin embargo, Shakespeare la ha abrazado, la ha sembrado: ¿por qué es El Mercader de Venecia y no el de Zaragoza, o de París? Porque Shakespeare necesita un puerto, y unos ricos burgueses que hacen dinero con una actividad azarosa como el clima. Shakespeare escribe tragedias, como su época le manda, pero lo divertido de su espíritu está muy cerca de la intuición de lo catastrófico.
Otro ejemplo: Romeo llega efectivamente a la cripta, Julieta está “muerta”, y él no se ha enterado de que no está muerta -porque no le llegó la carta que se perdió, y nadie te explica por qué-. Es decir, además: no es porque el fraile sea olvidadizo, no responde a motivos psicológicos, la carta se pierde porque sí, porque Shakespeare es muy hábil y sabe que tiene que incluir elementos catastróficos para que tenga la apariencia de la vida, la obra.
Entonces Romeo llega a la cripta la ve a ella muerta y qué sé yo qué, la obra esta tan bien escrita que siempre que uno la lee, o que uno la ve, parece que esta vez se van a salvar. Parece que ella va a despertar un segundo antes. Shakespeare sabe como manejar la catástrofe. Una pregunta que me encanta formular en los talleres con autores: ¿por qué Julieta se despierta un segundo después y no un segundo antes de que Romeo se haya clavado la daga? Porque sí. Porque es más catastrófico, no es más trágico, no estaba en su constitución, no era parte de su debilidad como persona. Es decir, la tragedia es un formato, es una moda constituida en base del estudio que todo el medioevo hace de los griegos, que además tenían otra cosas, tenían también comedias y no te quiero ni contar las cosas que parecen que pasaban en las comedias, pero es una estabilización que en determinado momento la religión judeo-cristiana hace del pasado de la humanidad y genera dos o tres modelos para utilizarlos en su propio beneficio. Como ha sido todo el teatro occidental para la difusión de la doctrina cristiana hasta el Renacimiento, donde el teatro se independiza de una utilidad tan política como ésa. Claro, el teatro respondió durante mucho tiempo a determinados preconceptos morales. La idea que las cosas van hacia su final (como en la tragedia) es un preconcepto moral. Yo no creo que en la vida las cosas vayan hacia su final; van en todas direcciones. La traslación de eso a lo argumental da lo siguiente: un argumento es una historia con una introducción, un nudo y un desenlace… ¡Andá a decírselo a un chino, que tuvieron otro medioevo, o a un japonés! Hay muchos modelos narrativos donde estamos en presencia de narración. Una narración que no tiene necesariamente esas connotaciones tan morales. En ese sentido yo creo que el concepto catástrofe nos libra un poco de esa moralina, de esa suposición que las cosas van hacia su final y que las cosas marchan hacia su peor. Yo no tengo este pensamiento sobre el mundo, y creo además que los clásicos pueden ser leídos desde un lugar más moral -como tragedias- o si uno quiere montar obras de Shakespeare descubrirá que los lugares más atractivos son éstos, son los lugares donde esto es así porque sí, donde el sentido trágico sucumbe un poco.
Y está muy bien, Shakespeare lo sabia, lo intuía. No creo que Shakespeare hablara de la tragedia y definiera la tragedia; era lo que estaba de moda y el tipo era igual muy talentoso y podía usar tanto una cosa como la otra. Curiosamente las comedias de Shakespeare no están tan bien, cuando él se quiere hacer el gracioso lo usa para satisfacer el sentido del humor de los monarcas, o sea que todas las comedias de Shakespeare suelen ser escritas a pedido para una fiesta, “se casa mi hija”, “es el día de Reyes”, y no son tan buenas, ojo que él era un gran poeta y todo, pero muchas son muy menores. Porque son burguesas, porque quieren satisfacer el gusto de una burguesía. Sus tragedias, en cambio, no parecen ser ni burguesas, ni nada, son cuerpos vivos muy extraños. Si las vamos analizar con cualquier modelo de análisis están todas muy mal escritas, por eso son geniales.

MC: Yo me preguntaba por qué no hay un género catastrófico.

RS: Empieza a haberlo, empieza a haberlo. Yo sospecho que todas mis obras son catástrofes, en este sentido, en el sentido que lo he aprendido también de la física del caos, la idea del puro efecto. Me encanta cuando el efecto es tan complejo que parece sumergir a las causas. La estupidez es un buen ejemplo de eso. Para quienes la han visto, ¿vieron lo que ocurre con la intriga de los apostadores? Son éstos que están tratando de ganar dinero a la ruleta y que están muy preocupados por quién se va a quedar con los 151 dólares y hay una especie de paranoia, etc., pero termina todo de cualquier manera. Termina que -en realidad- mientras vos creías estar viendo esa historia, todos se han estado lavando los dientes con unos cepillos que un psicópata se ha metido en el culo. Se trata de un conocido mito urbano. A mí me llegó la versión de una familia que se va de vacaciones a Bariloche, que un día llegan a la habitación del hotel y encuentran todo revuelto; no les falta nada, les han dejado la cámara de fotos, y cuando vuelven de Bariloche revelan las fotos y se encuentran que alguien se sacó fotos con sus cepillos de dientes metidos en el culo. En La estupidez se está hablando de los dilemas del universo, y la humanidad, y en realidad la obra termina así. Descubren que todos los protagonistas se han estado lavando los dientes con unos cepillos de dientes que alguien se ha metido en el culo. Es una catástrofe, es un final que no pertenece a esa causas, yo estoy sembrando causas para un efecto del cual en algún momento me desentiendo y el final de la obra es el final de otra obra, en todo caso, eso a mí me estimula mucho, me devuelve una sensación de realidad, de consonancia con lo que veo que pasa en el mundo, y con lo que no pasa también. Pero no creo que sea yo solamente quien está pensando en esas direcciones. Hay muchas películas, sobre todo. El cine se ha hecho más rápidamente artífice de narraciones catastróficas. Se acuerdan de Magnolia, de Paul Thomas Anderson? Paul Thomas Anderson es un director joven norteamericano muy interesante, que se las arregla para hacer –además- películas bastante comerciales con elementos muy extraños. ¿Se acuerdan, en Magnolia, que termina con una lluvia de ranas, que naturalmente vincula a los personajes? Le podemos asumir también cierta moralina, sí, la plaga, etc., connotaciones de las que nos cuesta desprendernos, pero es muy audaz la idea, muy extraordinaria. Bueno, ni que hablar de Kauffman, el guionista de ¿Quieres ser John Malcovich? o Eterno resplandor de una mente sin recuerdos y El ladrón de orquídeas, que en realidad se llama Adaptación, la película. Me parece que el cine y la literatura, también, bueno… Beckett, Fassbinder, tienen modelos narrativos más catastróficos que trágicos. Yo me siento más sensibilizado por éstos. Los entiendo mejor, me divierten más, me aburren menos. A mí, todas las tragedias me aburren. Sobre todo cuando están hechas como tragedias. Medea, ¡uy, dios! No hay forma de hacerla y que a mí no me aburra, digo: ¡lo que le pasó a esa señora! Carece tanto de elementos arbitrarios, de elementos catastróficos, que yo sólo lo puedo entender como una época que se representa a sí misma estilizadamente, un apocalipsis ideal. Y no es mi sensación de mundo, y no creo que sea la sensación de mundo de nadie por acá. Digo: ¿por qué en este país no se hace tanto a los clásicos, en teatro? Ya saben que nosotros somos la única ciudad del mundo en la que está revertida la proporción de obras de autores nóveles que se hacen y de autores clásicos. En Alemania se estrena un 10% de autores jóvenes, y todo lo demás son clásicos europeos. Acá, de vez en cuando, el San Martín -porque se asume como teatro estatal- tiene la obligación que el público sepa quién fue Brecht, y lo pone. Pero acá, en la cartelera porteña, el 90% son obras de autores vivos, que están escribiendo, cualquier cosa, porque hay cualquier cosa, de la buena y de la mala, y hay un ínfimo porcentaje de clásicos, es al revés que en el resto del mundo. Como muchas otras cosas que acá son al revés que en resto del mundo. Y ustedes supongo que con estas esclarecedoras charlas urbanas explicarán por qué.

MZ: Pero hemos decidido no revelar el secreto

RS: Claro, cuando lo tengan, no lo revelen, véndanlo. Igual va a ser una verdad que sólo se aplique en la Argentina, así que no creo que se cotice mucho en el mercado.

xxx: Igual en Europa montan los clásicos pero en lugares estrafalarios, en sanatorios...

RS: Es la manera de callarle la boca a los nuevos autores. Un nuevo autor alemán siempre siente que tiene que competir con esos monstruos, que ya han hecho unas cosas y las han hecho bien. Y en general, lo que ocurre en Europa es que el teatro es territorio de los directores. Los directores dicen: te voy a presentar a Medea por quincuagésima vez, pero en vez de ser esta señora que está en Grecia, será… qué sé yo, una dama norteamericana de beneficencia que esta organizando un té canasta por los damnificados por el huracán. Es decir: utilizan a los clásicos para hacerlos hablar de lo que pasa. ¿Y qué? ¿Los autores nuevos no pueden hablar de lo que pasa? Sin ser representativos, sin ser alusivos. No pueden hablar de una sensibilidad personal, mínima, impura… bueno un 10% de ellos pueden, los demás tienen la bota del peso de tradición encima ¿Por qué? Porque ése es un mecanismo que genera dinero.
Una compañía española, independiente, dice: nos juntamos y pedimos un subsidio, ¿qué obra hacemos? Y… agarren un Lópe, un Tirso. Jóvenes ¿eh? Es lo que le pueden llegar a subsidiar. Acá no pasa nada de eso, porque acá el teatro ha aprendido a independizarse de los mecanismo de producción de dinero, nadie que haga teatro lo hace porque espera ganar muchísimo dinero, algunos esperan vivir de ello y punto, y otros dicen: “qué sé yo, yo soy ingeniero y la verdad me gusta… me gusta ver teatro, y cuando puedo hago obras” ¿Y qué obras hacés? Ah no, ahí no hay peros, ahí ni me vengas con lo que se subsidia o no, Medea no necesita de nosotros. Me acuerdo cuando Bartís -por ejemplo- hizo el Hamlet acá estaba muy bien, genial, estaba muy opinado, era un Hamlet que duraba cincuenta minutos, siendo que la obra entera debe durar como tres horas. Y en Francia les fue un poco como el culo, les fue muy mal. “¡Ahh, los argentinos se creen que pueden manosear cualquier cosa!” Además es un pensamiento medio racista, porque ellos sí lo hacen, los directores europeos los clásicos los arman y los desarman. Pero es como si les pertenecieran sólo a ellos porque nacieron en el mismo continente, son sus derechohabientes naturales, y además sostienen un “teatro” como cultura, no como margen.
¿Y nosotros? No, ese acervo no es nuestro, a nosotros sólo nos pertenece la crisis, y a ellos los mitos universales. Claro, si este es el problema, además, cuando uno va a los festivales con una obra como La estupidez, y vienen y te dicen que la obra está bien porque habla de la crisis en la Argentina, ¿no? No, no, pero si transcurre en Las Vegas. Bueno, a ver: sí está hecho para un público que está atravesando una crisis, que por lo tanto va a saber leer en las rendijas de la obra. Ahora doy en pensar lo mismo que Borges: ¿por qué uno, por haber nacido aquí, no se puede hacer cargo de los grandes mitos universales? Esto nos pasa a los argentinos, sobre todo en Latinoamérica. Fuimos con la obra a Colombia, generó muchas adhesiones, y también lamentablemente muchísimo encono: “Ahh, los argentinos se creen que pueden inventar casi cualquier cosa”, “Sí, y ojalá los colombianos creyeran lo mismo porque sino les va a seguir yendo como el orto”. Yo me pongo en ese sentido muy latinoamericanista. Si justamente el problema es que les va mal cuando todo el imaginario, y todo el potencial de creatividad responde al mandato que se les aplica: y éste es que sigan haciendo obras sobre la guerra porque ustedes son un país eternamente en guerra (en el caso de Colombia). Bueno, si quieren hacer obras sobre la guerra, que las hagan. Pero es un mandato que viene de afuera, yo más bien les diría: “construyan ficción, porque la ficción es también un derecho humano, y la ficción permite pensar otras cosas que son más positivas que las guerras”. Por lo pronto, durante la hora que uno va al teatro uno se puede sustraer de ella. Si es que lo logra -y ojalá- y no porque sea pasatista… ¡hay que vivir en Colombia!, ¿no? Igual, la verdad es que los colombianos venían todos a decirnos “pobres, ustedes, con lo que les pasó en su país”… También ésta es una representación que nosotros hacemos de un país que conocemos poco. Pero hay algo muy, muy claro en esto: Europa parece tener para Latinoamérica el mandato de “ustedes representen sus crisis mientras nosotros nos hacemos cargo de los grandes mitos universales”. Igual, dicho así, suena muy violento, a mí me gusta mucho Europa, me gustan mucho los europeos, y me gusta mucho la gente inteligente que hay en Europa, que puede revertir ese pensamiento, y hay Europa y Europa. Por ejemplo, cuando mi obra se estrenó en Alemania, ellos no le decían al público que la obra la había escrito un argentino. La obra les pareció buena, la hicieron y punto. Ahora, por ejemplo, en España es inevitable: “no, son argentinos”, como si eso justificara algo, o explicara nuestras extravagancias. Se lo explica de esa manera: “argentinos, seguro que hace análisis…” No sé si les ha pasado, eso de tener que explicar que uno no va a análisis porque uno esté enfermo, sino porque es un trabajo que uno hace con uno mismo, que uno hace con su persona. Incluso acá está mal visto el que nunca ha ido a un terapeuta, y al contrario nosotros le reclamamos a los españoles que hablen un poco más, con más verdad, de lo que les pasa. Los españoles nunca hablan de lo que les pasa, todo está bien. Hay distintas Europas, naturalmente. Nosotros pensamos en Europa como un bloque pero es una representación que no se debería hacer, que funciona para eliminar las particularidades de lo real. Y que transforman el lenguaje para que nos podamos entender. Pero lo que está pasando, está por debajo de eso.
Yo creo que –viendo el riesgo de aburrimos mucho- deberíamos terminar acá para no dar ejemplos concretos de aburrimiento.